Soy testigo del mal que habita al hombre, pero también del bien, de lo bueno que hace cuando se dispone a hacerlo, de los fundamentos que logra cuando se lo propone. También sé que las peores cárceles se erigen en la mente.
En la mente
se construyen y derriban fortalezas, es allí la lucha, la inconmensurable
guerra que se batalla día a día, minuto a minuto. Y esa son las guerras que
también, por consecuencia, pelea el corazón.
Yo quería tener un hijo y Dios me dio tres. Dos viven y gozan de buena salud, pese a los problemas diarios que repercuten según la edad. El más pequeño falleció a los dos meses de nacido. Nació prematuro como mi segunda hija, quien me dio la motivación para iniciar esta búsqueda continua de entender que uno tiene hijos con forma de bebé y luego se entera que trajo al mundo diferentes individuos, con sus propios sueños, procesos, luchas, decisiones.
Estas
decisiones hacen que de continuo uno se replantee la posibilidad de cargar con
aciertos y errores, ventajas y desventajas, culpas y perdones, frustraciones y
victorias.
Un hijo no
es un objeto que está limitado ni a nuestras propias limitaciones ni a nuestros
propios objetivos. Ellos deben hacer su camino en libertad de pensamiento,
logrando en la vida elegir lo bueno y decidir quienes quieren ser en realidad.
Si van a
estudiar, uno puede guiarlos en cosas elementales como las ciencias, las
matemáticas u otras materias, pero tarde o temprano, iniciarán su propio camino
de búsqueda y hallazgos para encontrar su propia identidad. Esa autonomía
también debe ser guiada y puesta a prueba.
Muchos
padres creen que lo más importante en la vida es el camino hacia la Universidad
y nadie dice que eso no tenga su importancia y su peso, pero hay mucho más. Ver
la vida como una simple carrera hasta las metas impuestas por las convenciones
de este mundo, en cierta forma me resulta insípido. Uno debería ver las
materias como nexos congruentes y prácticos para la vida. Una vida que
requerirá no olvidar jamás los fundamentos morales principales para ser
consecuentes con el bien, tan es así, que todo hombre debería vivir sabiendo
que un día dará cuentas por lo que ha hecho aquí en el mundo y cómo se ha
comportado en relación con los demás, ya que hay otras personas con quiénes
convivir, resolver problemas y hacia quiénes deberse para ser parte de una
sociedad sana que se enfoca en dar y recibir, pero con propósito.
Recuerdo
como fue el proceso que hice para iniciarme como mamá que educa en el hogar.
Durante mi tiempo de residencia en Argentina, mis hijos eran pequeños y tuve la
oportunidad de conocer familias que nunca habían enviado a sus hijos a una
escuela. De hecho, conocí familias que se juntaron y crearon la primera escuela
alternativa de la ciudad donde vivimos durante casi 8 años, un lugar donde cada
padre era un maestro porque ellos compartían la filosofía de que todos somos
aprendices y maestros de alguien y hacia alguien.
Estos
padres educaban a sus hijos entre todos. Alquilaron una casa, construyeron una
huerta en el jardín y un espacio donde amasar pan. Armaron su propia biblioteca
con libros donados que consideraron relevantes para que sus hijos lean y puedan
adquirir conocimiento además de fortalecer el alma y el espíritu. Estos niños desayunaban
la costumbre de la leche recién ordeñada mientras leían poemas de Arthur
Rimbaud y de Lin Yutang. Mientras tanto, en las escuelas del Estado, o incluso
en colegios privados, no tenían memoria de semejantes poetas que forman parte
de la literatura universal.
Estos pequeños aprendían música porque la mayoría de los padres tocaban un
instrumento mientras elaboraban planes de estudio acorde a las edades tomando
en cuenta el juego, las sonrisas carcajadas y la danza.
Un niño
hacía ensalada mientras el otro pesaba los tomates y anotaba en un cuaderno done
más tarde haría la ecuación correspondiente que le permitiría saber cuánto
pesan todos los tomates juntos para hacer la salsa. Estaba aprendiendo a sumar,
a calcular y a cocinar, todo a la vez con su carita de asombro al manipular una
balanza.
Ninguno
tenía permitido utilizar ropa de marca dentro de la escuela, ni llevar mochila,
remera, útiles de geometría con el distintivo o las características de los
superhéroes de turno de la moda del momento. Ninguno podía ostentar tener más
que su compañero y ninguno podía llegar tarde porque a cambio, se le asignaba
un trabajo comunitario extra por no respetar el tiempo de los demás.
¿El
resultado? Todos esos niños llegaban al secundario con un nivel superior.
Rendían la prueba de admisión y demostraban una capacidad brillante que dejaba
atónito a cualquier maestro residente de “La Caja”. Además, eran respetuosos,
serviciales, amenos, cordiales, educados en valores e intrépidos para la
búsqueda de las respuestas de las mil preguntas que se hacen por si se llega a
la verdad.
Conocí a
estos padres y me maravillé. Esto era lo que yo quería para mis hijos. Pero no
era fácil el camino, yo tenía condiciones, lo sabía, pero también tenía mis
propias fortalezas edificadas en mi mente.
“El
Estado no te va a permitir soltarlos porque la escuela es obligatoria.” Tuve que hacer mi propio análisis y
me dejé llevar. Nadie quiere visitadoras sociales molestando cada día en la
puerta de tu casa, cuestionando tus valores y observando si eres un abusador de
tus propios hijos por no llevarlos a la escuela. ¡Esperen! Yo podía tener aún
mis propias ideas al respecto, pero aún no estaba lista, algo que entendí años
después, cuando ya no tuve más remedio que aceptar que tenía que iniciar pronto
este camino que salva vidas y cabezas de las acechanzas macabras de este mundo que
impone las filosofías humanistas como regla general, pasando por encima las
creencias personales y la fe en Dios, Creador de todas las cosas incluso de la
mente humana donde se gestan todas las ideas para el bien y para el mal.
En este
largo recorrido, me fui formando para tener el conocimiento necesario para
saber por dónde empezar, qué es lo que hay que saber y cómo desarrollar las
diferentes estrategias que contemplen no solo el área curricular del
aprendizaje de mis hijos, sino también el marco jurídico donde ampararme en
caso de que se complicara y tuviera que defender con argumentos consistentes
las decisiones que tomé para educar a mis hijos y guiarlos en la vida.
Tenía una
meta y un plan, pero no lo quería solo para mí. En el fondo siempre tuve la
convicción de que habría un momento en el que no tendría retorno y que cuando
empezara, sin dudas iban a llegar más familias.
El contexto
actual que está atravesando el mundo a nivel geopolítico deja palpar de manera
más tangible cómo perversas ideologías de humana sabiduría, que contradicen los
principios morales de muchas familias se enquistan en el sistema educativo y
pervierten el corazón de nuestros hijos. Yo quería ayudar así que necesitaba
establecerme como soldado que milita en favor de la justicia, de la verdad y de
la vida.
Si tengo que hacer una apreciación al respecto, ese estrés
que le genera a tantas familias saber cómo lograr que sus hijos “lleguen a
algo”, o lo que es peor “que sean alguien en la vida”, es lo que más
me marcó. ¿Llegarán mis hijos a algo? ¿Serán alguien en la vida? ¿Qué es llegar
y ser alguien? Aquí me topé con otro muro en mi cabeza que ahora debía
derribar, principalmente para saber quiénes exactamente son mis hijos ¿Creen
que lo logré de la noche a la mañana?
Aún estoy en este viaje, pero por ese entonces estaba
fascinándome con el camino largo que me tocaría recorrer y estaba determinada a
lograr al menos uno solo de todos mis objetivos: Yo quería que mis hijos sean
buenas personas, educados, intelectualmente formados, cooperadores, que tengan
un propósito en Jesús y que además sean útiles para ejercer un oficio o
profesión que no estén centrados únicamente en lo que ellos quieren, sino que
también puedan estar al servicio de los demás para que otros crezcan a través
de sus vidas. Entender esto me confrontó a mí misma como madre porque estas
preguntas eran mías, estaban solo en mí y solo yo podría llegar a las
respuestas.
Por alguna razón, las mujeres tenemos una responsabilidad
enorme al gestar, contener y traer hijos al mundo. Una labor gigante y a veces
hasta espeluznante si se piensa en frío. Traer un hijo al mundo no es un
mérito, no es un logro personal, no es meta que alcanzar, aunque está perfecto
que haya personas que lo tengan como meta de vida. Para mí, ser madre (o padre)
debe traernos a conciencia real ¿para qué tenemos hijos y por qué queremos ser padres?
Por supuesto que lo comprendí cuando leí la Biblia. No lo
puedo negar, he descubierto infinidad de las profundas verdades absolutas allí,
en ese gran compendio y he visto allí el afán del hombre por hacerse sabio y
cómo los humildes pueden encontrar regalos de sabiduría para caminar a diario.
Yo resolví el misterio tarde, recién ahora puedo ver con
claridad: tenemos hijos para dar hijos a Dios y si entendemos esto, podremos dimensionar
la gran responsabilidad y compromiso que acarrea invitarlos a este mundo.
No lo entendía entonces, tenía aquí en mis manos dos bebés con una diferencia de tres años entre sí que no me estaban permitiendo ocupar mi tiempo en mis proyectos. Yo quería estudiar, trabajar, encontrarme con amigos, tener la libertad que sentí que me faltaba y mi lucha era continua, no tenía mentores, ni ayuda de nadie para dividirme entre los dos pedazos que eran mis pasiones y mis hijos. Me sentía abrumada, confundida y sola.
El contexto educacional en el que uno creció debería marcar
el camino de cómo debe o no debe ser cuando educa a sus propios hijos, incluso
cuando tu profesión de docente lo amerita, porque hay muchos tipos de docentes
que también fueron hijos y además son padres, sin embargo, no ejercen con
madurez, ni con convicción, carecen de vocación y no se les nota el amor por
ningún ángulo.
Muchos hemos cometido errores garrafales criando a nuestros
hijos. Yo cometí los peores errores con los míos. Exigía mucho porque quería
que les vaya bien. Eso es un error y pedí perdón por ello. Aunque las
motivaciones sean las mejores no siempre hacemos uso de las mejores formas y
como no hay fórmulas, aprendes mientras andas.
Mi hijo mayor era sumamente talentoso y creativo, pero era
tan inquieto que a veces me abrumaba. Mi solución era ponerlo en penitencia,
pero eran tantos los momentos difíciles que me llevaban a estar fuera de
control, y si la madre está fuera de control, recuerda, todo se saldrá de su
lugar y en vez de resolver asuntos, empeorarás el caos.
Mi hijo sufría mucho mi severidad y yo no encontraba otra
manera para exigirle que se quede un poco quieto ¿Quieto, un niño tan pequeño?
Inconscientemente fui frenando sus ideas y llenándolo de miedos, le estaba
haciendo responsable de mis frustraciones y en consecuencia, paralizando sus
procesos para desenvolverse en la vida con los límites profundos de la
libertad.
¿Por qué fallamos tanto si amamos como locos a nuestros
hijos? No hemos aprendido a tener paz, nos sobregiramos, nos aturdimos detrás
de cosas que no suman a nuestra capacidad de ver con claridad, estamos rotos y
por consecuencia, herimos. No salimos de nuestra burbuja de necesidades
propias, cuando damos, estamos limitados porque el miedo, la rutina y la
avaricia nos llevan a entrar en un círculo vicioso de decisiones mal tomadas.
Yo quise muchas veces escapar, salir corriendo, tener tres empleadas que me
limpien, atiendan a mis hijos, me cocinen y me hagan los mandados. No era
necesario tanta estupidez, solo hacía falta hacerme cargo. Yo misma me metí
aquí y ahora debía ser responsable.
Si traes hijos a este mundo debes asumir el compromiso y te
sugiero que lo hagas con acción de gracias o se volverá pesado, largo y
deprimente. No solo serás infeliz, sino que harás infelices a tus hijos y el
entorno y la rutina serán tu procesión.
“No quiero que sufra lo que yo sufrí. Quiero que sea alguien en la vida”. El grave error en el que se suele caer es trasladar nuestras historias del pasado, nuestros temores y vivencias a la vida de nuestros hijos. En cierta manera, queremos evitarles el sufrimiento, como si este no fuera necesario para desarrollar el carácter y que adquieran herramientas propias de sus propias experiencias.
En mi opinión, es demasiado ambicioso pretender que
nuestros hijos sean una extensión de nosotros. Ellos son otro, otra persona,
con sus ideas propias y concepciones personales de lo que desean, quieren y
son. Porque ellos ya son alguien por sí mismos y nuestra labor no es enfocarnos
en que cumplan en la vida nuestras propias expectativas, sino que puedan tener
carácter para sortear las dificultades y resolver las diferentes situaciones
que surgirán en su diario vivir.
Soltarlos duele. Y Hay padres que no
entienden lo que es dejar volar.
Continuará...
Por Eloísa
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