Por el Profesor Fabián Gussoni.
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El reciente informe de la UNESCO sobre homeschooling parece, a primera vista, un texto en defensa de los derechos humanos. Habla de inclusión, de calidad educativa, de libertad de elección de los padres. Palabras que resuenan como banderas imposibles de cuestionar. Pero basta leer con atención para advertir la grieta: cada vez que se nombra la libertad, aparece acompañada de condiciones, de mínimos obligatorios, de registros y autorizaciones.
El documento no niega la libertad educativa, simplemente la redefine hasta volverla irreconocible. No es ya un derecho pleno, originario, ejercido por la familia; es una concesión bajo vigilancia. El hogar deja de ser el primer espacio de educación y se convierte en un lugar a controlar, como si los padres fueran sospechosos por el solo hecho de querer enseñar según sus convicciones.
Así, bajo la retórica de los derechos, lo que se despliega es una estrategia de normación: se dice respetar la libre elección, pero se la estrecha hasta encajarla en un molde uniforme. El homeschooling es apenas el ejemplo visible de un movimiento más amplio: la tendencia de los organismos internacionales y de los Estados a subordinar la familia a una lógica de supervisión permanente, donde la libertad no se celebra, sino que se tolera, siempre y cuando se mantenga dentro de los límites marcados desde arriba.
La familia bajo sospecha
El informe parte de un supuesto repetido en casi todos los discursos oficiales: los padres pueden fallar. Por eso, su decisión de educar a los hijos debe ser vigilada, registrada, inspeccionada. La familia deja de ser reconocida como el primer espacio de aprendizaje y se convierte en un terreno bajo sospecha, incapaz de educar sin permiso.
Pero la paradoja es evidente: el mismo Estado que se muestra incapaz de resolver problemas básicos de seguridad, salud o economía, el mismo que se revela impotente frente a conflictos bélicos que desangran al mundo, se presenta ahora como garante confiable de la educación en el hogar. El mismo Estado que permite que los programas escolares se vean colonizados por intereses privados —económicos, ideológicos, corporativos—, pretende aparecer como neutral y protector. Todos aspectos que el mismo informe refleja directa o indirectamente.
La UNESCO, lejos de estar exenta de estas influencias, es también un espacio atravesado por agendas y lobbies que moldean lo que se entiende por “educación de calidad”. ¿Cómo confiar entonces en que la supervisión que propone sea realmente para proteger al niño, y no para consolidar un modelo educativo funcional a otros intereses?
Se habla de proteger, pero lo que se instala es vigilancia. Y lo que se vigila no es solo al niño, sino a la familia misma: su capacidad de decidir, de elegir, de educar según sus valores. En nombre de la protección, se erosiona la confianza y se convierte la libertad en sospecha..
La falsa libertad
Se nos dice que los padres tienen “libertad de elección”, pero es una libertad condicional, una libertad con asteriscos. No es el derecho a crear, a disentir, a construir un camino educativo propio, sino el permiso para elegir entre opciones previamente aprobadas, dentro de un perímetro delimitado por el propio sistema que se cuestiona.
El informe lo deja claro: esta libertad debe equilibrarse con la “rendición de cuentas” y el cumplimiento de “estándares mínimos”. Y es aquí donde la trampa se revela. La libertad deja de ser un punto de partida y se convierte en un destino al que solo se llega tras un laberinto de burocracia.
El derecho se transforma en un permiso. La decisión de educar en casa ya no es un acto soberano de la familia, sino una solicitud que debe ser justificada y aprobada por una autoridad administrativa. El hogar, ese espacio íntimo y primario, se convierte en una sucursal del sistema escolar, susceptible de ser auditado a través de inspecciones que encarnan la mirada de un Estado que duda, que necesita verificar.
Finalmente, se impone el molde de los “estándares”. Se nos habla de “calidad”, pero es una calidad definida desde fuera, que obliga a lo diferente a parecerse a lo hegemónico para poder ser validado. Así, la libertad que se ofrece es una ilusión: es como permitir a alguien navegar, pero solo por las rutas trazadas en un mapa oficial, con la obligación de reportarse en cada puerto. No es una exploración, es un trayecto vigilado.
El trasfondo cultura
Detrás de la burocracia y la vigilancia, lo que se juega es una batalla cultural. Cuando el informe habla de los “fines de la educación”, de la necesidad de “cohesión social” o de la importancia de la “diversidad cultural”, no está usando términos neutros. Está delineando el perfil del ciudadano que considera deseable.
La vigilancia no es solo para asegurar que se enseñe matemáticas o gramática. Es para garantizar que los valores que se transmiten en el hogar no se desvíen demasiado del consenso global. La “socialización” de la que se habla no es el simple encuentro con otros, sino la asimilación a una forma específica de ver el mundo, una que sea funcional al sistema. El temor a las “sociedades paralelas”, que el informe menciona como justificación para la intervención estatal, es en realidad el temor a que existan espacios de pensamiento autónomo que el poder no pueda controlar.
Se promueve una “diversidad” curada, administrada, una que no cuestione los fundamentos del modelo actual. Pero la verdadera diversidad, la que nace de convicciones profundas —filosóficas, religiosas, culturales—, es vista como una amenaza. Se la tolera solo si acepta someterse a la misma matriz de valores que se imparte en la escuela pública.
Así, la regulación del homeschooling se revela como un mecanismo de homogeneización cultural. No se busca proteger al niño de la ignorancia, sino de la diferencia radical. Se pretende que cada hogar, por más libre que se crea, termine siendo un eco de la misma voz, un reproductor de la misma visión del mundo que los organismos internacionales han definido como “correcta”. La batalla no es por la educación; es por el alma.
La libertad como origen, no como concesión
Llegamos así al corazón del asunto: la libertad no es un documento que se sella en una oficina estatal ni una licencia que se renueva anualmente. Es un espacio originario, un acto de confianza fundacional que reside en la familia. El informe, y toda la lógica que lo sustenta, invierte esta verdad: trata la libertad como una excepción que debe ser merecida, en lugar de un derecho que debe ser respetado.
Se nos pide confiar en un Estado que a menudo se muestra inoperante. El mismo sistema que no logra garantizar seguridad en las calles, que se ve desbordado por crisis económicas o que permite que la educación pública sea colonizada por intereses privados y agendas ideológicas, se presenta ahora como el único garante fiable de lo que ocurre en la intimidad de un hogar. Es una paradoja insostenible. ¿Cómo puede ser un guardián neutral quien está, a su vez, atravesado por los mismos lobbies y las mismas corrientes —progresistas, globalistas, de mercado— que buscan imponer un modelo único de ciudadano?
La premisa de la que parten es falsa: que la familia es, por defecto, menos garante de la educación que el Estado. Se nos ha hecho creer que el hogar es un espacio de riesgo y la burocracia un refugio seguro. Pero la realidad suele ser la inversa. La familia, con todos sus defectos, es el primer y más radical espacio de amor y entrega, el lugar donde la educación no es un procedimiento, sino un acto vital.
La verdadera pregunta, entonces, no es si las familias son capaces de educar, sino si estamos dispuestos a defender ese espacio originario de confianza frente a un sistema que prefiere la obediencia a la libertad. ¿Qué queda de un derecho si, para ejercerlo, primero hay que pedir permiso?
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